Hablamos en el camerino con la hija de Enrique Morente y
acudimos a su maravilloso concierto en la Azotea del Círculo de Bellas
Artes de Madrid.
Me contaba ayer Soleá Morente que ella piensa todos los
días en su padre desde que se levanta hasta que se acuesta y que la
pena, esa pena que conoce quien pierde a un padre antes de lo que uno
esperaba, no se va. Por eso en su cuenta de Twitter
tiene una foto de cuando ella era pequeñita y estaba con él y él lo
ocupaba casi todo: sus anhelos de niña, sus diversiones de la infancia,
sus ilusiones futuras también. Y vuelve a repetir que no, que la pena no
se va, pero que eso no le importa, porque lo que que ella quiere es
mantener a su padre vivo, y por eso piensa en él por las mañanas, por
las tardes y por las noches.
Ahora mismo, mientras yo escribo esta crónica, Soleá Morente canta:
“quiero encontraaaaar la estrellaaaaaa”. Está en la prueba de sonido del
concierto de esta noche y está feliz: hace un rato, en su camerino,
antes de que nos perdiéramos por el enorme laberinto que puede llegar a
ser el Círculo de Bellas Artes de Madrid, me contaba
que uno de sus sueños era precisamente cantar en este lugar y, más
todavía, en la enorme terraza, desde la que uno puede contemplar la
ciudad como si uno estuviera en el cielo. Era un sueño porque aquí fue
donde ella se subió al escenario casi por primera vez, y porque lo hizo
con su padre, con el gran Enrique Morente, que era un genio y ella lo
sabía, sabía que era un genio para todos y, sin embargo, ella lo hubiera
querido igualmente si no lo hubiera sido.
—Mi padre era un hombre muy grande —me contaba Soléa en camerinos—,
pero muy sencillo al mismo tiempo… Era… bueno, te iba a decir que un
padre normal, pero no, porque vivir con Enrique Morente no era muy
normal, ja, ja. Ahora lo pienso y digo, “qué suerte hemos tenido”. Si a
mí el día de mañana me preguntasen si me gustaría ser alguien diría que
me gustaría ser Enrique Morente.
—Pero tú tienes que ser tú —repuse.
—Sí, por supuesto, y soy yo. Pero si me preguntasen quién me gustaría
ser en otra vida diría: Enrique Morente. Me fliparía ser él.
—Dices que estuviste en este mismo sitio, en el Círculo de Bellas Artes, con él…
—Sí, por eso es un sitio especial para mí. Fue la última vez que
estuve aquí. A mi padre le habían dado un premio y yo canté con él Las
nanas, de Yerma, que hoy la voy a cantar también. Aquella vez era de las
primeras que cantaba. Recuerdo que mi padre nos sacó a todos, a mi
hermano, a mis primos, a mis tíos, porque él siempre llevaba a toda la
familia. Y nos decía: “Vale, vamos, ahora hay que concentrarse”. Era
todo un ritual cuando le acompañábamos
—Y ahora que no vive, ¿qué relación mantienes con él?
—Yo lo mantengo vivo en mi corazón. Le echo muchísimo de menos. Unos
días lo llevo mejor, otros días lo llevo muy mal. La gente dice, “pasará
el tiempo y esa pena se irá”, y no es así, pero su energía es tan
potente que se mantiene vivo. Yo la siento, y cuando tengo que tomar
decisiones en cualquier aspecto de la vida pienso en qué me diría mi
padre, en cómo lo haría él. No, en el escenario no pienso en él de forma
consciente, me viene solo. A veces viene y otras veces digo: “¿Dónde
estás? Que no te encuentro”
Soleá tiene unos ojos verdes enormes —“bueno, me cambian de color,
depende de la situación y del estado de ánimo, hoy estoy muy contenta”— y
cuando sonríe lo hace de verdad, como lo hacía su padre. Sonrió durante
la entrevista, por ejemplo, cuando le pregunté cuándo empezó ella a
cantar.
—Desde siempre. Yo desde chica cantaba y bailaba, mis primas, mis
tíos, todo el mundo cantaba y bailaba y yo también. Pero me lo planteé
más en serio cuando terminé la selectividad. Y entonces fui a hablar con
mi padre y me dijo: “Me parece muy bien, pero yo me perdí estudiar en
la universidad y me gustaría que tú tuvieses esa oportunidad”. Le hice
caso. Y fue una de las mejores épocas de mi vida.
—Y en tu primer disco, ¿qué encontraremos?
—Música. Lo que hago ahora es música. Mi identidad es el flamenco,
porque yo vengo del flamenco, pero tengo muchas influencias que yo
intento expresar y llevar a cabo desde mi forma de estar en la música.
Pero no soy cantaora, ojalá, pero no puedo serlo.
“¿Se oye bien?”, acaba de decir por el altavoz Soleá Morente,
sacándome de la redacción de esta entrevista. Ella se dirige a algunos
espectadores de esta prueba: Aurora, su querida mamá, que acaba de llegar para el concierto, y el Popo y Chete, sus primos, que también han venido desde Granada y que han traído la guitarra, como ella.
Dos horas más tarde, cuando ya casi era de noche, el concierto de Soleá
Morente estaba a punto de comenzar. En la primera fila, a mi lado, la
abuela, la tía y la madre y la otra tía. Puse el oído: La tía le dijo a
la abuela: “¿Has visto las vistas? Levántate y date la vuelta y mira las
vistas”. “Que yo no me levanto”, dijo la abuela, que estaba espléndida,
y a la que tanto daban las vistas: ella había venido ver a su nieta.
Entonces la nieta salió y empezó a cantar canciones del disco nuevo,
su primer disco, que saldrá al mercado en unos meses y que se compone de
temas que preparó con su padre para un disco que nunca pudo terminarse y
de temas nuevos, más libres, que se nutren de sus nuevas influencias y
su nueva mentalidad, en parte más abierta gracias a Jota, de Los Planetas, y Antonio Arias y Florent y Eric, Los evangelistas, con los que grabó el año pasado un Ep con algunas canciones hermosísimas, como Dormidos.
“Entre móviles estoy viva, la única despierta en un tiempo dormido,
voy por el mundo y sobrevivo como si nada fuese conmigo”, cantaba ayer
por la noche Soleá con su asombrosa voz, que es capaz de transportar al
que la escucha a lugares remotos que, paradójicamente, se encuentran
dentro de uno mismo.
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