Lobos de mar y chulos de playa
"La felicidad y la vida cómoda son indecentes, por eso
nunca me voy de vacaciones. Eso está bien para la gente que está todo
el año en una oficina y necesita algún consuelo". Sabemos que estas
palabras arden como si nos metieran una brasa estuosa en el bañador,
pero la cita está cargada de razón. Lo dijo el Oscar Wilde del siglo XXI
en el documental 'Karl Lagerfeld is never happy anyway'. Y es que al
Káiser, director creativo de Chanel y maestro del esputo lapidario, le
horroriza la holganza y los días de asueto remolón. Sí, esos días en los
que el común de los mortales aprovecha para olvidarse precisamente de
las urgencias pancistas de los jefes inmisericordes como Lagerfeld. Lo
cierto es que a la chusma que se repliega en vacaciones a playas lejanas
y elevadas montañas nunca la dejan tranquila. Después de estar todo el
año aguantando la mediocridad y la artes truculentas de ciertos
superiores, en la época estival acechan amenazas más sangrantes si cabe,
ésas que no premian con una nómina ni justifican que nos dobleguemos
como alfombras. Los personajes de Dickens se quedan cortos con lo que
nos espera este verano:
Los hay de dos clases, los que tienen dinero y los que no lo tienen.
Los primeros vomitan su inextinguible ardor por playas concurridas y
paseos marítimos de alto copete. Los verás comiendo con la servilleta al
cuello en el Picasso de Puerto Banús, dándose un garbeo por las
inmediaciones del Hotel Martinez de Cannes o completamente beodos en
algún yate ridículamente grande. Son tan horteras que beben champán por
la mañana y fuman cigarrillos nacarados. Compran con regalos el amor de
incautas que llevan logos tatuado en el alma o alimentan con cumplidos
las esperanzas de algún mulo posadolescente que sueña con desfilar en
las grandes pasarelas.
Los viejos verdes que están tiesos suelen tener los mismos gustos que
los que están forrados, pero se delatan cuando en su vano intento por
parecer adinerados –no hay otro reclamo para cazar jóvenes– fracasan
estrepitosamente. Tanto los pobres como los ricos se tiñen el pelo, y
ambos lo hacen a brochazos y con colores falsísimos, como si en el fondo
desearan que la gente supiera que son incapaces de sobrellevar
dignamente su edad.
Peligrosidad: Media.
Son aves de costumbres y su hábitat natural es la playa, donde moran
desde el 1 de febrero hasta el 30 de noviembre. A diferencia del resto
de personas que retozan en la arena, ellos caminan por la orilla. Más
bien se deslizan como deidades apolíneas y de anatomía pétrea. Nunca van
solos, sino acompañados por sus iguales, y casi jamás se relacionan con otras razas inferiores.
Nadie sabe muy bien a qué van a la playa porque siempre están
bronceados, pero hay estudios que sugieren que su objetivo no es otro
que exhibirse y concitar la atención de los cuerpos lechosos y mórbidos
condenados de por vida al helado, la horchata y las patatas fritas. Es
irrelevante si desean a una mujer o un hombre porque ellos jamás se enamoran de otras personas que no sean ellos mismos. Se depilan, lucen rosarios al cuello y visten bañadores a ras de ingle.
Peligrosidad: Baja.
Éstos sí que son peligrosos. Los anteriores son personas muy
disciplinadas que cuidan su cuerpo como los rocieros a su virgen –quizás
con algo más de tacto–, pero al playboy desarrapado le puede la
cerveza, las porquerías rebozadas de los chiringuitos y nunca tienen
medida.
En los arenales se comportan como si estuvieran en su propio cortijo:
lanzan piropos que ya eran viejos cuando se inventaron, dan la brasa a
las socorristas y siempre aceptan los ofrecimientos de las masajistas
colegiadas de origen chino. No tienen gracia ni talento, y su manera de
llamar la atención es hablar por teléfono a voces o reproducir en modo
altavoz las canciones infames que alberga su Huawei.
La mayoría luce tatuajes que han envejecido de forma lamentable y que
ahora son sólo borrones. Alcanzan su máximo apogeo a mediodía, cuando el
efecto de las cervezas se multiplica por el sofocante calor y el solazo
de justicia.
Peligrosidad: Alta.
No nos referimos a esos grandes deportistas que se adentran en las olas
y se muestran insensibles al dolor ajeno cuando en un exceso de celo
casi arrancan de cuajo la cabeza de algún bañista con mala suerte.
Hablamos de los surfistas de palo, los que con independencia del amor que le profesan al deporte jamás salen de casa sin su tabla. Es un género importado de Australia y Estados Unidos, y todos comparten el mismo aspecto. Llevan mechas y el pelo largo, se depilan y siempre están bronceados.
Piensan que todo el mundo cree que son rubios naturales pero en
realidad todos los habitantes del planeta Tierra participamos de una
conspiración que nos impide hacerles saber que, en efecto, sabemos que
llevan el pelo teñido.
El surfista de palo es un híbrido entre el musculoso y el playboy, y su
éxito en el arte del cortejo está garantizado. Es un rival duro de
pelar.
Peligrosidad: Media.
Pese a su terrible consideración social, los voyeurs son absolutamente inofensivos. Misántropos por naturaleza, actúan solos y rehuyen de cualquier compañía.
Viven constreñidos por ciertos traumas de la infancia y lo único que
buscan es dar salida a los fantasmas que alojan en su interior.
El sexo es su gran caballo de batalla. Hay veces en las que permanecen
apostados en el pretil de la playa –yertos, inmóviles, como estatuas de
sal– y otras veces caminan con sigilo entre las toallas. Sólo miran, aunque a veces también sacan fotos.
Observan, analizan y procesan las imágenes que recogen parapetados tras
sus gafas de sol para archivarlas en su memoria onanista.
En el pasado algunos se han extralimitado en el uso de sus funciones y
han caído en el vicio de la exhibición o la galantería mal entendida
–"¡Eres una puerca y voy a merendarte!"–. De ahí su mala fama. El mejor
desprecio es no hacer aprecio. Ignóralos.
Peligrosidad: Nula.
Todos ellos pertenecen a alguna de las tribus antes mencionadas y sólo
se convierten en pasajeros domingueros cuando se van de vacaciones o
vuelven a su apasionante día a día. Vuelan en avión de uvas a peras, pero cuando lo hacen se nota que lo hacen:
se arrogan todos los derechos y desprecian todas las obligaciones.
Gritan, aúllan, cantan y siempre ganan la batalla de quién apoya el codo
en el reposabrazos del asiento. Tratan a los auxiliares de vuelo como
si fueran detritus y dan palmas cuando el vuelo aterriza. Debemos evitar
sentarnos en las proximidades de los padres maleducados, que gustan de
mostrar todo el ajuar del mocoso y lo mismo les dan el biberón que
cambian los pañales a la vista de todos. Y qué decir de los grupos de
adolescentes que montan una bacanal en cabina.
Volar hoy cuesta tan poco dinero que los aeropuertos se han convertido
en las nuevas estaciones de autobús –lo mismo ocurre con los emails, los
wasaps y las llamadas de teléfono, que si fueran de pago ahorraríamos
mucho tiempo y tonterías–. La idea suena asquerosamente esnob, pero la
nostalgia de un tiempo pretérito en el que la gente fumaba, bebía y
sabía comportarse a 11.000 metros de altura nos pone muy tiernos.
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